Capitulo 20
Capítulo 20
Animaba al corazón el conocer a un hombre que veía las cosas con tanta claridad. Era perspicaz. Sí, es era el adjetivo que mejor lo describía: perspicaz. Podía adentrarse en lo profundo de cualquier problema.
Los hombres se sentían seguros sólo por el hecho de estar en su compañía. Incluso anhelaban pasar tiempo con él. Al hablar con este hombre, se daban cuenta de que ellos mismos eran más sabios de lo que habían pensado. Tal descubrimiento los hacía sentir bien. A medida que debatían problema tras problema y solución tras solución, los hombres comenzaban a desear con ansia el día en que este hombre fuera su caudillo. Él pudiera rectificar tantas injusticias. Él les confería una sensación de esperanza.
Pero este hombre perspicaz e imponente nunca apresuraría deliberadamente el día de su propio reinado. De esto estaban seguros. Era demasiado humilde y demasiado respetuoso del actual gobernante. Los que estaban cerca de él comenzaron a sentirse un poco de frustrados por el hecho de que tuviera que seguir esperando por tiempos mejores, cuando al fin reinara este hombre.
Cuanto más conversaban con él, tanto más comprendían que había cosas fuera de lugar en el reino. Sí, cosas incorrectas en las que nunca antes habían pensado. Y problemas. Sí, salían a la luz problemas en los ni siquiera habían soñado nunca. Sí, en realidad crecían en sabiduría y perspicacia.
A medida que pasaban los días venían más y más personas a escuchar. La noticia se difundía calmadamente. “En este lugar hay alguien que comprende los problemas y tiene soluciones para ellos.” Venían los frustrados, escuchaban, hacían preguntas, recibían respuestas excelentes y comenzaban a abrigar esperanzas.
Aprobaban sus juicios. Nacían los sueños. A medida que el tiempo transcurría, tales reuniones aumentaban. Las ideas se convertían en historias; relatos de injusticias que otros pudieran considerar insignificantes. ¡Pero no este oyente! Él era compasivo. Y a medida que hablaban los que lo rodeaban, parecían aumentar en número y gravedad de las injusticias descubiertas. Con cada nueva historia, los hombres se conmovían más ante la injusticia, que ahora parecía estar desenfrenada.
Pero el joven sabio se sentaba sosegadamente y no añadía ni una palabra a estas murmuraciones. Es que era demasiado magnánimo. Siempre clausuraba las conversaciones vespertinas con una humilde palabra de condescendencia hacia los que tenían la responsabilidad de gobernar.
No obstante, que este hombre se pudiera sentar tranquilamente para siempre era pedir demasiado. Este interminable desfile de injusticias estaba destinado a agitar aun al más respetable de los hombres. Hasta el más puro de corazón se enojaría. (¡Y este hombre era, sin duda, el más puro de corazón en todo el reino!)
Un hombre tan compasivo no podía tolerar estos sufrimientos ni permanecer silencioso para siempre. Tan magnánimo personaje algún día tendría que dar su opinión.
Por último, sus seguidores, que él juró que no tenía, casi palidecieron. Sus críticas en cuanto a las fechorías del reino no sólo crecían sino que abundaban. Todos querían hacer algo acerca de estas interminables injusticias.
Parecía que al fin el joven príncipe consentiría en la acción. Al principio fue sólo una palabra; más tarde, una oración. Saltó el corazón de aquellos hombres. El júbilo reinó. Al fin la nobleza se levantaba para tomar medidas. ¡Pero no fue así! Él les advirtió que no tomaran sus palabras en sentido equivocado. Sí, lamentaba aquella situación, pero no podía hablar contra los que gobernaban. No, absolutamente no. No importaban cuán grandes y justificados fueran los motivos para quejarse. Él no hablaría contra el rey.
Sin embargo, se lamentaba más y más. Era obvio que algunas informaciones lo llevaban al paroxismo. Por último, se manifestó su justa cólera, convertido en controlado y severo mensaje de fuerza.
- ¡Estas cosas no deben suceder!
Luego se puso de pie, con los ojos llameantes.
- Si yo fuera el gobernante, esto es lo que haría...
Y con estas palabras empezó a arder la rebelión. Es decir, empezó a arder en todos, menos en uno. No fue así en el más noble y puro de los hombres presentes.
La rebelión había estado durante años en su corazón.
Animaba al corazón el conocer a un hombre que veía las cosas con tanta claridad. Era perspicaz. Sí, es era el adjetivo que mejor lo describía: perspicaz. Podía adentrarse en lo profundo de cualquier problema.
Los hombres se sentían seguros sólo por el hecho de estar en su compañía. Incluso anhelaban pasar tiempo con él. Al hablar con este hombre, se daban cuenta de que ellos mismos eran más sabios de lo que habían pensado. Tal descubrimiento los hacía sentir bien. A medida que debatían problema tras problema y solución tras solución, los hombres comenzaban a desear con ansia el día en que este hombre fuera su caudillo. Él pudiera rectificar tantas injusticias. Él les confería una sensación de esperanza.
Pero este hombre perspicaz e imponente nunca apresuraría deliberadamente el día de su propio reinado. De esto estaban seguros. Era demasiado humilde y demasiado respetuoso del actual gobernante. Los que estaban cerca de él comenzaron a sentirse un poco de frustrados por el hecho de que tuviera que seguir esperando por tiempos mejores, cuando al fin reinara este hombre.
Cuanto más conversaban con él, tanto más comprendían que había cosas fuera de lugar en el reino. Sí, cosas incorrectas en las que nunca antes habían pensado. Y problemas. Sí, salían a la luz problemas en los ni siquiera habían soñado nunca. Sí, en realidad crecían en sabiduría y perspicacia.
A medida que pasaban los días venían más y más personas a escuchar. La noticia se difundía calmadamente. “En este lugar hay alguien que comprende los problemas y tiene soluciones para ellos.” Venían los frustrados, escuchaban, hacían preguntas, recibían respuestas excelentes y comenzaban a abrigar esperanzas.
Aprobaban sus juicios. Nacían los sueños. A medida que el tiempo transcurría, tales reuniones aumentaban. Las ideas se convertían en historias; relatos de injusticias que otros pudieran considerar insignificantes. ¡Pero no este oyente! Él era compasivo. Y a medida que hablaban los que lo rodeaban, parecían aumentar en número y gravedad de las injusticias descubiertas. Con cada nueva historia, los hombres se conmovían más ante la injusticia, que ahora parecía estar desenfrenada.
Pero el joven sabio se sentaba sosegadamente y no añadía ni una palabra a estas murmuraciones. Es que era demasiado magnánimo. Siempre clausuraba las conversaciones vespertinas con una humilde palabra de condescendencia hacia los que tenían la responsabilidad de gobernar.
No obstante, que este hombre se pudiera sentar tranquilamente para siempre era pedir demasiado. Este interminable desfile de injusticias estaba destinado a agitar aun al más respetable de los hombres. Hasta el más puro de corazón se enojaría. (¡Y este hombre era, sin duda, el más puro de corazón en todo el reino!)
Un hombre tan compasivo no podía tolerar estos sufrimientos ni permanecer silencioso para siempre. Tan magnánimo personaje algún día tendría que dar su opinión.
Por último, sus seguidores, que él juró que no tenía, casi palidecieron. Sus críticas en cuanto a las fechorías del reino no sólo crecían sino que abundaban. Todos querían hacer algo acerca de estas interminables injusticias.
Parecía que al fin el joven príncipe consentiría en la acción. Al principio fue sólo una palabra; más tarde, una oración. Saltó el corazón de aquellos hombres. El júbilo reinó. Al fin la nobleza se levantaba para tomar medidas. ¡Pero no fue así! Él les advirtió que no tomaran sus palabras en sentido equivocado. Sí, lamentaba aquella situación, pero no podía hablar contra los que gobernaban. No, absolutamente no. No importaban cuán grandes y justificados fueran los motivos para quejarse. Él no hablaría contra el rey.
Sin embargo, se lamentaba más y más. Era obvio que algunas informaciones lo llevaban al paroxismo. Por último, se manifestó su justa cólera, convertido en controlado y severo mensaje de fuerza.
- ¡Estas cosas no deben suceder!
Luego se puso de pie, con los ojos llameantes.
- Si yo fuera el gobernante, esto es lo que haría...
Y con estas palabras empezó a arder la rebelión. Es decir, empezó a arder en todos, menos en uno. No fue así en el más noble y puro de los hombres presentes.
La rebelión había estado durante años en su corazón.
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