Saturday, April 15, 2006

Capítulo 1


Capítulo 1
El hijo menor de cualquier familia posee dos rasgos distintivos: Se le considera informal y consentido. Por lo general, se espera poco de él. Inevitablemente revela menos características de liderazgo que los demás hijos de la familia. Nunca guía, siempre sigue. No tiene a ningún menor que él con quien ejercer el liderazgo.
Así es hoy y así fue hace tres mil años en un pueblo llamado Belén, en una familia de ocho muchachos. Los primeros siete hijos de Isaí trabajaban cerca de la granja de su padre. El menor era enviado a las montañas para que apacentara el pequeño rebaño de ovejas de la familia.
En aquellos aburridos viajes pastoriles, este hijo menor llevaba dos cosas: una honda y un pequeño instrumento parecido a la guitarra. Es abundante el tiempo libre de un pastor en las mesetas, donde durante muchos días pastan las ovejas en una pradera solitaria. A medida que pasaba el tiempo y los días se convertían en semanas, el joven se sentía muy solo.
La sensación de soledad que lo rodeaba siempre se aumentaba en su alma. Tocaba mucho el arpa. Tenía buena voz, de modo que cantaba con frecuencia. Cuando nada de esto lograba distraerlo, recogía un montón de piedras y las lanzaba, una a una, con una honda a un árbol distante como si estuviera en realidad furioso.
Cuando desaparecía un montón de piedras, caminaba hasta el árbol que le había servido de blanco, volvía a reunirlas y designaba otro enemigo frondoso a una distancia todavía mayor.
Así libraba muchas batallas solitarias como esta.
Este pastor, cantor y hondero también amaba a su Señor. Por la noche, mientras todas las ovejas dormían, se sentaba a contemplar con fijeza el fuego mortecino de la hoguera, rasgueaba su arpa y ofrecía un concierto de un solo instrumentista. Cantaba los antiguos himnos de la fe de sus antepasados. Lloraba mientras cantaba; y a menudo, cuando lloraba, terminaba alabando a Dios.
Cuando no alababa ni lloraba, vigilaba los corderos y las ovejas. Si no estaba ocupado con un rebaño, tiraba con su afable honda una y otra vez hasta que pudiera decirle a cada piedra exactamente adonde dirigirse.
Una vez, mientras cantaba a todo pulmón a Dios, a los ángeles y a las nubes que pasaban, divisó un enemigo vivo: ¡un enorme oso! Se lanzó adelante. Ambos se encontraron avanzando furiosamente hacia el mismo objetivo: un cordero que pastaba en una alta planicie de exquisito pasto verde. El muchacho y el oso se detuvieron a medio camino y se volvieron con violencia para enfrentarse el uno al otro. Aun cuando instintivamente buscó una piedra en su zurrón, el joven se dio cuenta que no tenía miedo.
Mientras tanto, lo embistieron las patas peludas, como un potente relámpago pardo con furor espumoso. Impulsado por la fuerza de la juventud, puso la piedra en la honda y pronto un guijarro liso del arroyo silbó en el aire para hacer frente a la embestida.
Momentos después, el hombre - no tan joven como minutos antes- recogió al corderito y le dijo:
Yo soy tu pastor y Dios es el mío.
Y así, a lo largo de la noche, entretejió la leyenda del día hasta convertirla en canción. Lanzó al cielo aquel himno repetidas veces hasta que hubo enseñado la melodía y la letra a cada ángel que tenía oído musical. Ellos, a su vez, se hicieron guardianes de esta canción prodigiosa y la hicieron llegar como bálsamo sanador a los quebrantados de corazón de todos los tiempos.

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